Me senté frente a una puerta que hace tres meses no conocía y lloré lo que me faltaba llorar en muchísimos años. Lloré a la niña que fui, a la que pasaba noches sin dormir preguntándose el por qué de tantas cosas. Lloré a esa parte de mi que se preguntaba por qué no era suficiente. Lloré a esa parte de mi que amaba incondicionalmente, que se despojaba de todo con tal y sentir. Sentirlo todo, como una puñalada de realidad. Me ahogué en todas las conversaciones justo antes de dormir y te juro que se me quebró la voz hasta en los recuerdos, como si fuese incapaz de hablar de ellos hasta en mis propias memorias. Me hice río y me ahogué en mi propio caudal, frente a una puerta que ya no es puerta y una Betania que no soy yo, pero que era. Lo era todo y lo di todo, hasta quedarme con las manos vacías de posibilidades y llenas de miedo. Un miedo sordo que se abrazaba a mi cintura mientras intentaba caminar, que me inmovilizaba las piernas en un intento por detenerme, pero no importó: caminé con miedo. Me fui a dormir durante meses con la única certeza de haber perdido tanto tiempo, tanta entrega hacia mi misma. Y ahora simplemente no puedo dormir.
Y ya no lo doy todo ni quiero darlo. No me reservo del mundo un rincón tranquilo (eso nunca, Benedetti), pero me reservo a mi del mundo. Me doy mi espacio, me acurruco a media noche en mi cama y me permito llorar como terapia, hasta que el sueño llega y se lleva consigo las cientos de preguntas que aún no sé como responder. Todos los días el mismo ciclo, hasta que el insomnio se convierte en cotidianidad y lo extraordinario es lograr dormir -con suerte- unas siete horas. Estoy triste y estoy bien. La primera no condiciona a la segunda y viceversa. Esto es importante.
La puerta me escuchó llorar en silencio y no dijo nada. Por eso hablé con ella, por eso me entregué una última vez a la vorágine de sinceridad que me brota desde el estómago a diario. La dejé fluir, sin reprimirme, porque las puertas no hablan, solo escuchan. La abrí y con ella se fue el caudal. Me fui yo misma o la parte de mi que disfrutaba conversar con objetos inanimados, con tal y evitar cualquier posible interacción verdadera. Me permito quedarme en silencio y dejo mis emociones detrás de ella, colgando como ropa de verano en pleno invierno. Las olvido. Cierro la puerta.
Parafraseando a un amigo, la tristeza también es una forma de entender al mundo. Que genial es llorar, hace muchos meses que no he podido hacerlo más.
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