Once veces aquél veintiuno.
Se sueltan de sus manos los regalos, las migas de torta de arequipe fuerte, los trozos de teipe ajenos a su piel, desprendidos de los suntuosos envoltorios donde se arropaban lo esperado por la niña. Sonríe porque ama y se desvive cuando puede, es decir, todos los segundos que se suman hasta que en unión crean un once. Once veces doce, entre semanas de mínimo común múltiplo y adiciones, primeros amores del segundo piso, notitas que se escapan de sus dedos chiquititos y salen a volar cuando suena el timbre del recreo. Se refugia en su piñata, sus colores. Hace la cama solo en sueños, camina sin mirar a los lados, pues siempre va tomada de la mano y los pequeños automóviles –grandes para ella- no son parte de su preocupación, por cierto, inexistente. Papá le dijo que estaría, pero no estuvo ni aunque le llamara. Papá dijo muchas cosas. Habló de la luna y sus metáforas –que ya no le causan angustia, ya que está lejos y nadie llega a menos que sea quedándose ...