Once veces aquél veintiuno.
Se
sueltan de sus manos los regalos, las migas de torta de arequipe fuerte,
los trozos de teipe ajenos a su piel, desprendidos de los suntuosos envoltorios
donde se arropaban lo esperado por la niña.
Sonríe porque ama y se desvive cuando
puede, es decir, todos los segundos que se suman hasta que en unión crean un
once.
Once veces doce, entre semanas de
mínimo común múltiplo y adiciones, primeros amores del segundo piso, notitas
que se escapan de sus dedos chiquititos y salen a volar cuando suena el timbre
del recreo. Se refugia en su piñata, sus colores. Hace la cama solo en sueños,
camina sin mirar a los lados, pues siempre va tomada de la mano y los pequeños
automóviles –grandes para ella- no son parte de su preocupación, por cierto,
inexistente.
Papá le dijo que estaría, pero no
estuvo ni aunque le llamara.
Papá dijo muchas cosas.
Habló de la luna y sus metáforas –que
ya no le causan angustia, ya que está lejos y nadie llega a menos que sea
quedándose dormida en alguna clase con la profesora Elisa, gritándole para que
reaccione-
-Estás
en la luna, dijo.
-Ojalá,
maestra. Pensó.
Habló también de las hojas marchitas
en los libros muertos, aquellos que nadie lee y se abandonan en un saquito de
tristeza…
…Allí tampoco estás, ya te busqué.
Pero nunca tuve once años, ni
barquitos que atracaran en puertos por mí. No fui princesa, ni arroyo, mucho
menos ganas de.
No fui niña, ni calma.
No fui de piñatas, ni fiestas, ni
risas.
Fui de la espera en pasillos angostos,
blancos, estériles, terapia intensiva,
decía el letrero.
Fui de la compasión ajena, la lástima
que nunca quise tener.
Casas distintas, número cuarenta, no de un once veces cada año.
Todo lo que no pudiste ver, lo que
olvidaste sin consciencia de evitarlo.
Mientras tanto y mientras todo: no fui
niña, ni tú hombre, solo espera; aún ahora, que no hay nada que esperar.
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