Cuando era chiquita, solíamos pasar cada semana santa en el oriente del país: tres días en Rio Caribe, siempre de cara al mar, y tres días en Caripe, pegaditos a la montaña. Recuerdo haberme enamorado del mar desde pequeña y la memoria de esas semanas se mantienen en el podio de los recuerdos más felices de mi niñez. 

No solo me gustaba pasar tiempo en los destinos, también me encantaba el viaje en carretera. A veces me desesperaba, si; pero una vez veía el mar en Paria, solo sentía calma y un deseo absurdo de poner mis pies en la arena tan pronto como fuese posible. 

En esos viajes de carretera, ya habían ciertos rituales establecidos: a papá le gustaba empezar a manejar antes de las 5 de la mañana, con una coca-cola como acompañante. Yo solía dormirme hasta que el sol empezaba a colarse por las ventanas y esperaba paciente el momento en el que veía el criogénico de Jose. Aún recuerdo la primera vez que vi esas enormes montañas de coque y lo increíble -y gigante- que me parecía todo el complejo. No sabía nada, pero pregunté como cualquier niño hubiese preguntado y allí empezó papá, con todo su amor por la historia y las ciencias, a darme mi primera cátedra acerca del petróleo. 

Pasaron los años y los viajes en carretera. Cuando no eran con papá, era en cualquier linea de autobuses (y créanme que las usamos todas: Rodovias, expresos Occidentes, aeroexpresos ejecutivos, flamingo...todos). No importaba cual fuese el método de transporte ni la hora: siempre me aseguraba de estar despierta cuando nos acercaramos a Píritu, así podría asomarme y ver por la ventana aquel lugar que me causaba tanta fascinación.


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Tenía 9 años cuando cayó en mis manos un "mi pequeño Larousse" de las ciencias de la tierra. Lo leí una y otra vez, haciendo notas en el cuadernito que en aquél momento usaba como diario y donde recuerdo escribir todo cuanto me parecía relevante. Ese cuaderno fue testigo de mis primeras metas, pero también de los primeros miedos que fui capaz de poner en palabras.

Aprendí que la Geología era una ciencia, y que los hidrocarburos no solo aparecían para procesarse en los complejos petroquímicos: alguien tenía que buscarlos. Y yo quería ser esa persona. 

Para cuando tenía 10, ya estaba demasiado metida en la idea de que quería estar en una plataforma petrolera en el mar del Norte, aunque la gente se riera de mi y me soltara un "si es ocurrente esta carajita".  Aunque tenía 10 años, parecía ser que era buena en matemáticas porque participé en unas olimpiadas y lo más cerca que estaba del frío mar del Norte era un mapa, papá creyó en mi. Así que, cada vez que alguien me preguntaba que quería ser cuando fuese grande, yo respondía orgullosa, porque si mi papá creía en mi, cómo no iba a poder lograrlo?


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Esos viajes que tan feliz me hicieron, ya son solo parte de mi memoria. Hace unos cinco años que dejé de esperar pacientemente a mirar por la ventana y encontrarme esas gigantes montañas de coque. Y así como pasaron los años, también se fueron cumpliendo los sueños: me gradué de ingeniero, quien lo diría ¿no? y después de tantos coñazos, hace seis meses que estoy trabajando con el mar del norte directamente en la ventana de mi oficina. 

Todas las mañanas, mientras me tomo mi café, miro por la ventana, me pierdo en la inmensidad de ese mar y pienso en la niña que soñó, pero también en el padre que siempre creyó en ella. 

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