Entradas

Mostrando entradas de 2020
Ya ni sé expresarme. Quiero gritar que me abracen, que me ayuden a sostener cinco minutos el peso que llevo años arrastrando, que me dejen llorar y drenarme, apagarme en sollozos. Necesito ese abrazo, pero me asusta pedirlo, porque de alguna forma u otra siempre está mal sentir, necesitar, querer. Y a mi esas energías se me agotaron hace mucho; cuando tenía 8 años y aún creía que el mundo cabía en una botella. Así que aprendí a dar, porque me gustaba ver ese destello de calma en rostros ajenos, como si pudiese ser un espejo que me permitiese verla en mi, pero así no funciona. Crecí y entendí que el mundo era basto, gigante, lejos de ser una botella; y que el reflejo de la luz en los espejos, no podía emular la calma. 
No sé exactamente cuantos días han pasado, pero creo que setenta y siete. Y hoy, cuando empecé a contar, me arrolló una tristeza sin nombre. Suelo pensar que se debe al trabajo sin descanso, a la separación migratoria, a la pandemia, a ese nudo en el pecho que tiene tantas explicaciones que a veces simplemente se resbalan y me caen en las manos como lágrimas. Y me siento triste, porque las cosas están yendo bien y yo a veces solo quiero acurrucarme, dejar que el tiempo pase, abrazarme a la calma que ofrece el no pensar en nada, como si en realidad se pudiera.  Hoy me permití llorar un rato, drenar en pausas, pero solo eso: cinco minutos. Luego decidí que si iba a dejarme ganar por la ansiedad, al menos me comería un helado.
Hoy estás cansada y te das cuenta que no importa si recorres 25 kilómetros en bicicleta o descargas tu energía en el bosque: igual te despertarás en medio de la madrugada. El insomnio llega a ti, como llegan los recuerdos, las preocupaciones, el "¿y ahora qué?" que cambia a diario, que te lleva a mordisquear todos los ositos de gomita que deberían durarte más de una semana. Estás cansada, si; y tienes miedo, claro. Porque todo lo que viene asusta, y asusta mucho. Te balanceas entre el par de minutos en que te sientes chiquita, insuficiente ante las exigencias de un universo que lo quiere todo y lo quiere ahora; y el resto de las horas donde te sientes invencible, porque no tienes otra opción. Estoy orgullosa de ti, porque de alguna forma lo estás logrando y deberías bajar la vara. Cada segundo de ansiedad es un segundo sin calma y cuando se conoce el valor del tiempo, no puede desperdiciarse de esa forma. 
Ojalá apagar la mente fuese tan sencillo como chasquear los dedos o llorar cuando no se debe; pero no, a parte de complicado, pareciese ser imposible. Ni durmiendo, se calla. Al contrario: el ruido se hace más fuerte, pero canto bajito para contrarrestarlo. Canto bajito para que los otros no sean capaz de escucharlo y no se vayan corriendo, porque al final del día no importa cuanto intentes dar lo mejor de ti a otros. Todos se van. El ruido es muy fuerte ¿Quién querría quedarse?
Imagen
Me estoy lanzando en la nueva aventura de decir lo que siento, directamente, a otras personas. En el pasado, decidía suprimirlo o dejarlo fluir de cualquier otra forma que no implicara una interacción directa, porque siempre le temí a lo que sucedía después. Nadie es capaz de comprender perfectamente lo que puede pensar o sentir otra persona, pero la empatía debería ser una herramienta para no juzgar, incluso cuando no se sea capaz de entender. Justifiqué muchísimas malas actitudes de otras personas hacia mi, pero lo más dañino fue justificar mis malas actitudes hacia mi misma. Me convertí en mi peor enemigo. Me culpaba de todo cuanto salía mal y sentía que simplemente todo se debía a mi forma de ser y actuar frente a la vida, sensible, emocional . Todavía me cuesta, pero ahora lo veo claro. He vivido momentos maravillosos con personas maravillosas, no me mal interpreten. Ha sido un viaje increíble, a pesar de tanto; pero debí haber fijado límites. Debí haber dicho "hasta
Han pasado seis meses desde que tomé un avión y dos maletas, para empezar otra aventura; un nuevo desastre, otra historia más para la cuenta, un algo que valiera la pena recordar. Y en esos seis meses, ha pasado de todo: terminé en un retiro espiritual  en una campiña francesa, bailando en una placita de Bélgica, con un balde de pollo frito en el metro de Madrid a media noche, equivocándome en todos los trenes de Frankfurt, aprendiendo alemán en el proceso de hablarlo  y enamorada de los cientos de errores que he cometido en este lapso de tiempo. No sé donde estaré mañana, pero me duermo tranquila porque sigo soñando. Me muero de miedo, si. Todos los días. Pero sigo soñando y eso me mueve el piso, me hace sentir viva, me llena de una adrenalina que, de forma contradictoria, solo deriva en paz. Una paz extraña que jamás puedo tomar como una pausa. Se asemeja más a un escalofrío. Uno que me encanta. Y si no estaré mañana, me voy agradecida. He llorado mares que siempre terminan
Que sencillo era tener tres años, mirar al cielo al amanecer y encontrarse con la luna aún despierta y tener una única certeza: la luna era mía. Así lo creía entonces, cuando no comprendía lo que implicaba poseer algo. Con el tiempo, intenté atraparla para mi, cada vez que empezaba a anochecer. Me quedaba fija, en la ventana, esperando capturar el momento exacto en que la noche se abría paso tras el atardecer. Por supuesto, nunca lo logré. Un par de pestañeos más tarde, la noche llegaba y con ella, mi frustración (que en aquél momento no sabía como definir).  Si la luna era mía, ¿Por qué no me dejaba verla llegar? Que quisiera algo, no implicaba que lo tendría. A los coñazos, de a poquito, fui aprendiendo. Han pasado los años y a veces me encuentro a mi misma, intentando encontrar el momento exacto en que oscurece. Sonrió y continúo con lo que sea que esté haciendo: hay momentos tan arraigados en nosotros, que a veces reaparecen y no queda más que recordar. Ya no pienso qu
Disculpar, para mi, nunca fue un problema. Véase como virtud o como defecto, pero así funcionaba siempre conmigo: el tiempo -corto, cortísimo- barría todo recuerdo de cualquier posible ofensa y quedaba yo, transparente, con la única certeza de haber olvidado. Pero jamás he aprendido a disculparme a mi misma.  Al menos hoy soy capaz de identificarlo, enunciarlo y buscar en mi memoria algún indicio de excepción, pero no lo he encontrado. Incluso en mis recuerdos más antiguos, me encuentro culpándome a mi misma por haber golpeado una piñata que no quería romper, por haber perdido un color que presté a alguna mano distraída. Por sentir.  Me he disculpado por todo, tanto que a veces no lograba reconocerme fuera de esta sensación. Terminé pidiendo disculpas por ser yo, Betania, la que sentía demasiado , la que moría de miedo pero se negaba a admitirlo y ocultaba cualquier posible matiz de inseguridad detrás de una risa nerviosa.  Me sigue pasando, claro. No crean que todas es