Verano.


Las clases de física no traen de vuelta las olas.  No existe fórmula capaz de limitar el espacio a un rincón finito, bordado con pequeños granitos de esa materia oscura, perfecta para la construcción y el recuerdo, por tradición, de aquellos castillos feudales.
Cierro los ojos, lo confieso. Me imagino desnuda, flotando cerca de algún peñero  y confundo los conceptos. Libertad o libertinaje, ¿Del alma o del cuerpo? –Solo agua, sin consciencia- me digo.

Han pasado las horas. Las cuatro menos cuarto y es imposible seguir luchando contra el tedio. Se desdibujan las palmeras que pinté hace una hora, las gaviotas y los pájaros de celofán no fueron mucho más que un origami. Las olas no se sienten ya en mi espalda, no hay placer para llevar,  mucho menos senos –no precisamente la función- respirando, piel comprometida; ahora, hay que esconderlos, coartarse, seguir pensando en axiomas, demostrando posibles teoremas.


¿Así viven los que piensan?

Yo prefiero, entonces, no pensar. 

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