Han pasado seis meses desde que tomé un avión y dos maletas, para empezar otra aventura; un nuevo desastre, otra historia más para la cuenta, un algo que valiera la pena recordar. Y en esos seis meses, ha pasado de todo: terminé en un retiro espiritual en una campiña francesa, bailando en una placita de Bélgica, con un balde de pollo frito en el metro de Madrid a media noche, equivocándome en todos los trenes de Frankfurt, aprendiendo alemán en el proceso de hablarlo y enamorada de los cientos de errores que he cometido en este lapso de tiempo.

No sé donde estaré mañana, pero me duermo tranquila porque sigo soñando. Me muero de miedo, si. Todos los días. Pero sigo soñando y eso me mueve el piso, me hace sentir viva, me llena de una adrenalina que, de forma contradictoria, solo deriva en paz. Una paz extraña que jamás puedo tomar como una pausa. Se asemeja más a un escalofrío. Uno que me encanta.

Y si no estaré mañana, me voy agradecida. He llorado mares que siempre terminan en sonrisas y yo no puedo quejarme. He querido y me han querido. Me han hecho el amor sin noción del tiempo, toda una noche que en realidad fueron dos días, pero nadie llevaba la cuenta. He hecho el amor como quien entrega todo para encontrarse una vez más consigo mismo. Aprendí que la plenitud es, principalmente, paciencia.

Soporto el frío escuchando reguetón mientras camino, abrazando a personas que no estaban acostumbradas a abrazar, releyendo al Saramago que me regaló Oriana, pensando en la lista de intenciones que ya no quiero llamar propósitosdeañonuevo, haciendo y deshaciendo maletas con destinos inesperados, siguiendo un instinto que hasta ahora no me ha fallado y si veo un barranco, salto al vacío. 

Benditos 6 meses, que me han dado tanto. 

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog