Sentada al límite de sus fantasías, se encontraba mirando a las camelias florecer, en aquel patio que ya conocía de memoria.
Allí, la línea entre la realidad y la falta de racionalidad, era invisible. El viento pasaba y el sol seguía siendo un astro distante, para ella, quien observaba. Estar en pie, sobre el barro, no le era extraño ni mucho menos desagradable. Para el resto, no era normal; no se podía estar todo el día observando un cambio mínimo en cada flor, una gota de rocío resbalando por el pistilo, o un simple rayo de sol incidiendo sobre sus pétalos. No, no era normal.
Estuvo allí, hasta que perdió el sentido del tiempo y el reloj ya no era más que un simple adorno en su muñeca. Respiraba y sentía como el aire entraba, limpiamente, en sus pulmones ya gastados por el tiempo.
Repetía esta rutina como una oración, al despertar, al crepúsculo y luego de encontrar al silencio reinando en el amplio patio.
Miró tantas generaciones pasar, mientras seguía esperándole.
¿Y después de la muerte, qué? Se preguntó mas de una vez, sin saber que luego, solo se encuentra lo que se  buscaba en vida: respuestas.
Medio siglo después, siguió entre sus diatribas, cosechando memorias, limpiando recuerdos, magnificando buenos momentos, junto a las mismas camelias que un día sembró, para qué, cada vez que dieran flores, pudiera llevarlas a la tumba de la única persona que pudo amar, aunque se prometió así misma no aferrarse a nada, la tierra ya era parte de si misma.
Y así estuvo, hasta que entendió que no era más que otro de los tantos fantasmas que caminaban con la misma esperanza de existir y simplemente dejó de hacerse preguntas, cerró los ojos y siguió allí, observando a sus camelias florecer.
90 años no bastaron para arrancarle la esperanza y sabía qué, un siglo más, no le haría daño.

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