Seis días después del 33.


                                                                                                                                              11/05/14.

Nunca había abierto un paraguas. Vivía encerrado en días de lluvia, refugiado entre sábanas de algodón, hasta que decidió resbalarse en el asfalto y caer inconsciente sobre la fría acera, a sabiendas de la incompatibilidad de las personas con los desplomes voluntarios -como suelen creerse- ajenos a su libre paso, su caminar inconsciente.

Esperaba ayudarlo, seguirlo con la vista, pero me detuve. Siempre existe ese miedo a existir cuando no existes, como si cualquier acto de humanidad podría arrebatarte el poco control que tienes justo antes de romper a llorar. 
No me hizo falta mirar un rato más, para saber que sentía el mismo vacío que tenemos todos aquellos que pensamos en ese rechazo infinito del mundo por el cuerpo, los tropezones, las miradas en la calle. 
Mirarles a los ojos es retarlos a un duelo finito, una actitud osada por parte de nosotros, los ilusos. No hay que observarles-pienso-, seguir con los ojos fijos en el piso es mejor que desafiarlos. Así es el mundo, así es la gente. Se camina como si se poseyeran las respuestas del universo, la cura para todo lo imposible, no nos detenemos hasta llegar al objetivo, siempre divisando las palabras que flotan en el aire, sin mirar a nadie. 
Me siento extraña, entonces, al querer un poco más de esas caras desconocidas: jugar a quien pestañea primero, quien camina más rápido en una especie de carrera o solo preguntarles cualquier cosa, sin que crean que el diálogo es absurdo, que las caricias de palabras son extrañas. 

Me avergüenza decirlo, pero empecé a caminar como ellos. Ahora, cuando espero el metro, solo miro los rieles. El tren llega y está vacío, pues no miro las caras. Allá, en aquella puerta, puede que exista alguien que tampoco sea capaz de mirarme: no podemos reconocernos. Me volví solo otra cara en una multitud que no quiere observarlas, que sigue un camino tan difuminado que carece de perspectiva alguna, una zona llana sin esas colinas de emociones que dan vida a la ciudad. 
...
Así lo vi caer y solo pensaba que, de ser yo la que cayera, tampoco correrían a levantarme. ¿Habrías limpiado mis rodillas del barro?

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