Sobremesa


La sobremesa se alarga y la conversación que llenaba el espacio se queda como un eco de fondo, detrás de mis pensamientos. Algunos se van, otros se quedan. Al final nos iremos todos, aunque hoy no sepamos a quien le toca apagar las luces.

Los miro mientras hablan, repaso sus gestos una y otra vez para no olvidarlos. Ella se ríe mientras sostiene su mirada sobre las fotos de su última acampada y yo la miro como quien quiere conservar hasta el olor que impregna el aire. Ellos ríen, recordando los parciales que pasaron, las clases que recorrieron con gusto y con desidia, añorando un pasado cercano que ya pasó, porque así es la vida, un ir y venir sin saber a donde, sin tener un cuándo. Yo los miro. Si hablo, mi voz se quiebra, así que evado la realidad con un nuevo chiste malo, otra anécdota en conjunto, otro viaje en el tiempo hacia un momento donde la felicidad no era más que sabernos juntos, como ahora, aunque nos vayamos.
Recuerdo y sonrío. Puedo llorar más tarde, cuando esté en mi cama y este almuerzo ya sea nostalgia, como ahora cuando escribo.

Me permito sentir y fluyo como un río que no puede parar. Ni el río es el mismo, mucho menos yo cuando lo nado (ella me explicó). Es verdad, no soy la misma. Y me permito llorar y sentir, me permito escribir lo que sea que salga de mi mente, me permito admitirme que derretirme en sentimientos no está mal. No me cohíbo. Lloro mi pasado y mi presente, las noches de taller, las madrugadas en la residencia, las conversaciones sobre su edredón rosado, aquella marquesa en el Hatillo, las clases de manejo, la infinita paciencia con la que me sostienen en cada abrazo. Me dejo ir y lloro, porque no sé despedirme y aunque supiera no quiero hacerlo.

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