Así deben sentirse los pequeños peces dorados, chocando a diario con los cristales vacíos de su triste pecera. Quizá peco de soberbia, supuesta conocedora absoluta de la realidad de sus aletas. Pero sé, simplemente sé, que si aquél vacío atrapado en un vaso no es la máxima demostración de dolor y locura, entonces jamás fui aquél pez ni bebí de tus escamas.
Me senté frente a una puerta que hace tres meses no conocía y lloré lo que me faltaba llorar en muchísimos años. Lloré a la niña que fui, a la que pasaba noches sin dormir preguntándose el por qué de tantas cosas. Lloré a esa parte de mi que se preguntaba por qué no era suficiente. Lloré a esa parte de mi que amaba incondicionalmente, que se despojaba de todo con tal y sentir. Sentirlo todo, como una puñalada de realidad. Me ahogué en todas las conversaciones justo antes de dormir y te juro que se me quebró la voz hasta en los recuerdos, como si fuese incapaz de hablar de ellos hasta en mis propias memorias. Me hice río y me ahogué en mi propio caudal, frente a una puerta que ya no es puerta y una Betania que no soy yo, pero que era. Lo era todo y lo di todo, hasta quedarme con las manos vacías de posibilidades y llenas de miedo. Un miedo sordo que se abrazaba a mi cintura mientras intentaba caminar, que me inmovilizaba las piernas en un intento por detenerme, pero no importó: caminé c...
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